"WHAT YOU SEE IS WHAT YOU GET"

dissabte, 26 de novembre del 2016

Amor y hierro. (y 7)

T. U. y su perro



Amor y hierro. (y 7)

También he olvidado qué es un cuchillo y un tenedor, qué función cumple el hilo, la aguja y el dedal, los dientes falsos que rellenan mi dentadura o los anillos de oro y hojalata que luzco ensartados en mis dedos flacos.

Tampoco sé para qué demonios sirve la silla de ruedas en la que estoy sentado ni quién la empuja, ni porqué introdujeron una placa en mi cerebro agujereado. Caminar no camino y pensar, ya ven, pienso poco y mal.

A destiempo.

¿Qué pinta esa blanca flor en mi ojal?, ¿me caso o me muero?

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Tomi Ungerer puebla su mundo de gatos, osos, perros, elefantes y unicornios, a todos ellos los miran, y disfrutan al hacerlo, miles de niños y adultos. ¿Qué ven en sus dibujos? No lo sé, pero sí sé que con ellos yo me encontraré menos solo, pero más lejos de todo.

En su extensa obra también encontramos hombres, mujeres y máquinas en una extraña simbiosis en la que los que se besan no tienen rostro, ¿cuándo se quitarán la máscara?

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Una amiga colombiana me acaba de llamar para decirme que su padre ha recibido accidentalmente en una pierna un balazo que le ha disparado un pistolero que perseguía por la calle a otro hombre para matarlo, según parece se encuentra bien y fuera de peligro.

Hace meses que me acompaña, en la casa del árbol en la que vivo, una pequeña lagartija que comparte su tiempo con el mío, ella caza sus mosquitos y yo le doy de beber; de vez en cuando hablamos o simplemente callamos, el uno al lado del otro. Quiero creer que mi lagartija son dos en su cuerpo pequeño, dos personas que hasta hace poco vivían a mi lado y que no puedo ni quiero olvidar, nuestra vida juntos fue casi mi vida entera y sin ellos me siento huérfano y desamparado.

Mi hermano afirma siempre que la vida es rara y yo le respondo que si no lo fuera no sería vida ni sería nada.

Por ello preferimos, él y yo, y con las debidas excepciones, papeles dibujados perdidos entre montañas de retales de periódicos, que gloriosas pinturas colgadas de paredes que siempre estarán vacías como lo están los álbumes sin fotografías.

El papel blanco, como el metal, es moldeable, él también se forjó en los hornos de los soles cuando languidecían de su última explosión; la celulosa, el carbón y el hierro, conocen qué es el calor y la fuerza de las caricias de un yunque y un martillo, de un lápiz y un pincel, las mejores manos.

Tras el sol aparecen los colores.

Mimos, besos y fracasos, fuegos y cenizas, la carne, tan blanda, tan efímera y perecedera, no sabe a nada, quema mal y huele peor. Sonrosada, canela o parda, es solamente un alimento para gusanos.

El  dueño del acero y de su forja es Hefesto, hijo de Hera, Hefesto el Cojo, el esposo de Afrodita, la Gran Ramera y la única que defendió a la insigne Troya, al noble Héctor, al tonto Paris y a la incalificable Helena.


Amor y hierro, ¿el sueño es sólo nuestro?




Amor y hierro. (6 de 7)



Amor y hierro. (6 de 7)

Pero... las palabras no pesan y las estrellas se apagan antes que lo haga una cerilla. Los perfumes se evaporan y la alegría queda sepultada por la tristeza y las decepciones de la vida. Las personas no escuchan y buscan en los demás las muletas que necesitan para caminar, los pájaros vuelan del nido y nunca regresan.

Su anhelo dura lo que tardan en olvidar la primavera pasada.

No, la vida y el amor no son una consecuencia lógica la una del otro, ni tampoco ninguna secuela derivada, no hay una exacta relación entre ambos, no son la causa ni el efecto.

No es necesario que nadie sea más atractivo, incitante ni excitante, que una lavadora moderna, más simpático que un lavavajillas para solteros o más interesante que un televisor portátil.

Únicamente la soledad importa, ella ya es una provocación suficientemente poderosa para buscar compañía en su seno y volvernos a mentir.  Soledad a cambio de soledad.

La soledad es la verdadera tentación, es lo que buscamos erradicar en el cuerpo del otro, en ese amasijo de carne que no es la nuestra queremos depositarla, pero ella nos la devuelve como un eco, ampliada, multiplicada y siempre mancillada, más sola que antes porque el otro no es nada más que una imagen descarnada, sin “histoire”, solitaria y muda, es un signo roto, un ramo de flores, una cuerda con un solo cabo y con un gato al lado, erizado y amenazador.

¿Y la belleza del cuerpo, su juventud, salud y lozanía? Un anestésico, un olvido, una niebla, apenas algo que oculta lo que somos y, sobre todo, lo que fuimos.

¿Y qué fuimos?, aquello que nunca diremos, quizás porque nunca lo supimos.

Nadie recuerda el día en que nacimos, ¿tan horroroso fue?

Por todo ello, y precisamente ahora que soy un anciano y mi cuerpo está zurcido y remendado por multitud de costuras, en este instante grave en que mis órganos han sido casi totalmente reemplazados por un buen catálogo de prótesis ingeniosas, comprendo que el mejor rostro es el de una trituradora y la más dulce sonrisa el de un microondas, todos ellos superan al madero del Cristo de los Maderos y al pilar de la Virgen del Pilar.

Ya no quiero ser Superman ni Jesús Crucificado, no deseo casarme con Superwoman, pero no puedo vivir sin el amor de María Magdalena.

Mi memoria languidece y ya no recuerdo ni con quién me acosté en mi juventud dorada ni quién era la que estaba al otro lado de mi cama. Se me olvidan los compañeros de juegos, se borran los nombres de mis amigos y mis rivales, no sé quién había tras la red que nos separaba en aquellos lejanos partidos de tenis, no debí de tener ninguna conversación interesante con ninguno de ellos, quizás me aburrieron o los aburrí yo, o no fueron en ningún caso la consecuencia lógica y necesaria de algo importante.  ¿Me amó alguna mujer?

Creo que no.


¿Qué puede haber en esta vida que merezca ser recordado?, ¿un televisor averiado o una aspiradora loca?




Amor y hierro. (5 de 7)






Amor y hierro. (5 de 7)

¿Las máquinas son nuestro hermano gemelo que no llegó a nacer? ¿Nos falta la otra mitad de nosotros mismos?

Maniquís de escaparate, figuras de belenes, santos y vírgenes de madera, polichinelas de trapo, soldaditos de plástico, de barro o de plomo, muñecas hinchables y espantapájaros. La lista sería interminable.

Y el sempiterno osito de peluche.

¿Lo similar apela y llama a lo que se le parece?

Los seres invisibles no tienen apariencia, pueden ser un simple trozo de pan o un sorbo de vino. También un bosque, una fuente, un río, incluso una montaña o una tormenta desatada, el cielo y el mar.

Sin embargo, la similitud física y formal con nosotros, los seres humanos, no es trivial ni es tampoco ninguna anécdota simple ni fuera de lugar. La ayuda y la muleta, la conversación y la compañía que nos proporcionan siempre son necesarias, todas ellas dibujan un camino de doble vía en el que la comunicación silenciosa debería ser un requisito indispensable. Pero, ¿qué clase de comunicación?, ¿un simple acomodo?, ¿una eficaz ergonomía en los cuerpos?, ¿una mera información práctica, útil, funcional?, ¿una nota, un parte?

¿Una orden?

Cualquier imagen es un tratado filosófico, un artilugio pensante y maquinal que representa al mundo en su lugar.

¿Las personas son máquinas, o las máquinas son personas?, ¿tienen derechos igual que los animales?, ¿deben votar en unas elecciones como hacen perros, gatos y boas constrictor?

La máquina nos interpela continuamente sobre el otro que tenemos fuera o dentro de nosotros.

¿La máquina es un feto, una criatura informe que expulsamos sin miramientos porque no se parece a nada, como si fuera un pez?, ¿o hemos de permitir que nazca y que pague impuestos?

¿Es factible la inteligencia artificial?, ¿lo es la natural?, ¿ambas son una quimera?,  ¿una simple tesis?, ¿una invención?

¿Las máquinas tienen plumas o escamas?

¿Hemos de pedir que una máquina sea inteligente para acostarnos con ella o no es en absoluto necesario como tampoco lo es cuando lo hacemos con un semejante vivo, humano o animal?

Todas ésas son preguntas que me perturban y me desasosiegan más de lo debido cuando cada noche rompo las monodosis de lágrimas artificiales que mis ojos enfermos necesitan para no resecarse y seguir viéndose a sí mismos en los ojos de los demás.

¿Soy yo el que me mira desde el espejo o es mi ángel de la guarda? ¿Es un TBO?


Cuando era joven y sano pensaba que la vida era una consecuencia lógica del amor, el secreto de una lo era del otro y viceversa, un hallazgo, una casualidad, una sugerente conversación perspicaz y sutil que debía desarrollarse entre seres libres e iguales, una danza, un afortunado cóctel de palabras y de gestos, de caricias, un intercambio, una ofrenda sagrada en un diálogo común y estimulante, rico y provocador que lograba encender el sol y llenar mi vida de alegría. Pero...











Amor y hierro. (4 de 7)


Amor y hierro. (4 de 7)

Nacido en 1931, T.U. pierde a los 4 años a su padre. La biblioteca que hereda de él llega a ser un elemento clave de su sólida formación en la casa de sus abuelos maternos. Vive la guerra europea y en 1956 se traslada a los Estados Unidos de Norteamérica, publicando su primera obra en 1957, “Los Melops se lanzan a volar”, un libro infantil. A partir de entonces no cesará de trabajar con un gran éxito de crítica y de público.

Su popularidad presente, sin embargo, ha sido consecuencia no sólo de las ilustraciones para niños que le dieron prestigio, fama y notoriedad profesional y sí de los dibujos eróticos y políticos, que, a modo de ironía, se han convertido en el contrapunto perfecto a su obra para la gente menuda.

Aquí presentamos una pequeña muestra variada de ellos, destacando también algunos de su trabajo publicado en 1970 con el título de: “Fornicón”, una sátira sobre los juguetes eróticos.

A lo largo de toda su carrera profesional, el grafismo de Tomi Ungerer se ha caracterizado por una gran claridad expresiva, en los cuerpos y en los rostros, la simple línea negra sobre el blanco del papel es trazada con un gesto natural y práctico sin efectismos innecesarios. Sus iconos, y la escena que ellos cuentan, se muestran limpios, bien dibujada la intención y el significado que pretenden ofrecer, agrio y corrosivo. Su buena capacidad caricaturesca confiere también a sus personajes la personalidad precisa que permite identificarlos y conocerlos.
                              
No obstante, el tiempo no transcurre en balde, y aquella mordaz ironía, su causticidad elegante y su original acidez que veíamos cuando lo descubrimos en aquel lejano 1970, se han transformado en un inocente y simpático divertimento que resulta ya inofensivo al recordarnos, paradójicamente y en buena parte, los monstruos de los libros infantiles, más simpáticos y tiernos que terribles.

Hoy en día, su “Fornicón” ya no nos perturba como lo hizo el año de su publicación, según parece debemos de haber perdido la inocencia que, sin saberlo, caracterizó nuestra juventud. ¿Por qué?, tal vez porque ya sabemos que más allá de la alcoba en la que jugábamos a ser papás y mamás hay un cuarto oscuro del que es imposible escapar.

El verdadero dilema que las máquinas nos proponen, al igual que las imágenes, es si deben o no parecerse a nosotros, si han de conservar su aspecto y toda su personalidad de artefacto o bien ser un mero simulacro humano y una copia indiferenciada; hay opiniones para todos los gustos, unos prefieren el caucho y la silicona y otros, en cambio, el frío del brillante acero. 
                                        
Las máquinas, y con ellas todas las imágenes y artefactos humanos, guardan en su interior la pregunta que Philip K. Dick se hacía en su célebre novela: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

El mundo ha estado siempre poblado por Gólems, ídolos y robots, todo un sinfín de autómatas de feria, marionetas y perfiles articulados para sombras chinescas, negras o coloreadas. Y osos de peluche.

El Doctor Frankenstein quiso dar vida a un cadáver.


La teurgia, tal y como indicábamos al principio, fabricaba estatuas vivientes que no necesitaban tener una apariencia humana, podían ser una simple piedra del camino o un meteoro caído del cielo, un tronco abatido por un rayo o un leño cortado por manos humanas. Esos objetos “informes” sólo prestaban una realidad material, cosificada y terrenal al espíritu del dios para encarnarse y manifestarse a los ojos de todos. La cosa, el cuerpo del dios, era una puerta al mundo que los seres invisibles usaban para ir y venir desde su extraño Olimpo. Entre el “aquí” nuestro y el “allí” suyo había, sin duda, una sutil, pero eficaz conexión que el mago debía poner en evidencia, y que era, como toda buena comunicación, de doble vía.